Agentes del régimen castrista tocándose los genitales durante un acto de repudio contra las Damas de Blanco en Colón, Matanzas el pasado 15 de diciembre. Crédito: Iván Hernández Carrillo.
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El caciquismo es una plaga en la cultura nacional. No está de más recordárnoslo este 1ro. de enero y cada 1ro. de enero. Aún en sus más modestos trámites, el ejercicio de la autoridad parece siempre entre nosotros una modalidad del abuso. En la cuadra, la escuela, la tienda, el centro laboral, quién no ha observado cómo se hacen “respetar” los cubanos apenas se ven investidos con alguna autoridad. A mi amigo y profesor Salvador Redonet le divertía el fenómeno y me lo señalaba a menudo, sobre todo cada vez que coincidíamos en el ascensor de la facultad de Artes y Letras. A fines de los años ochenta, nadie estaba autorizado a operar aquel ascensor, excepto la ascensorista, quien nos obligaba a esperar un tiempo largo, imprevisible, antes de despegar. Quizás aquella señora cumplía reglas precisas y de una lógica impecable, pero la impresión que nos daba era más bien la opuesta: el ascensor se movía cuando a ella le daba la gana. Redonet sostenía que concederle autoridad a alguien sobre una puerta, una cátedra, un ascensor o un país, conducía invariablemente a convertirlo en el déspota de la puerta, la cátedra, el ascensor o el país, independientemente de sus cualidades personales. No sé si ésta era su forma de aplicar el marxismo a los bretes de oficina, entendiendo que la base del cargo determinaba la superestructura del “daño” —según entiende este concepto la escuela de Buena Vista— o si aquello era un modo retorcido y muy suyo de disculpar el despotismo. Contemplando a la ascensorista, yo fantaseaba con la posibilidad de someter su ejercicio a un horario, intervalo, número de pasajeros o cualquier otra medida objetiva que redujera su margen de discreción, pero no se me escapaba que semejante medida hubiese significado una afrenta muy seria a la dignidad de su cargo, su autoridad y su persona. No había razón, por demás, para tomarla con ella. La ascensorista ejercía su modesta autoridad de acuerdo al modelo imperante, del mismo modo que el ministro, el bodeguero, el taxista, la maestra o la editora. Lo cierto es que aquella hipótesis de Salvador Redonet y la parsimonia bovina de la ascensorista, redoblada ante el atisbo de la más mínima impaciencia, sembraron en mí la sospecha de que el poder solo es poder cuando se ejerce de un modo arbitrario e injusto. Cumplir o hacer cumplir leyes, reglamentos, acuerdos, normas jurídicas o éticas, no son actos de poder. Mandar, cumpliendo un mandato, es obedecer, no mandar. El poder como prurito, como gozo, a la cubana, se experimenta al revés, en la ruptura de las normas; es un rapto telúrico de la voluntad que se afirma y se confirma quebrando cualquier límite ajeno a su propia intensidad. No se siente el poder dictando sentencias justas, dando una nota merecida, reconociendo derechos o méritos bien ganados, sino metiéndole el pie a alguien, arrebatándole lo suyo, torciéndole el brazo, borrándolo a pesar de la justicia, los derechos, los méritos. Esta es, entre nosotros, la medida del poder. La revolución castrista, aquel carnaval que dio inicio con un desfile de carrozas blindadas y estrellitas barbudas, fue la experiencia colectiva de poder más intensa que hemos vivido los cubanos. Las teorías y coartadas que intentan dar cuenta de ella, a menudo se olvidan de explicar el placer, el paroxismo de la gente que iba arrollando en esa fiesta de los bajos instintos, cuyos reflejos aún asoman, bastante tenues ya, por cierto, en los actos de repudio. Quienes bailaron y gozaron con la Revolución, quienes la vivieron de veras, lo hicieron arrebatados por el verbo, las imágenes y los gestos del líder, identificados con él y experimentando con él el placer de hacer en Cuba su ilimitada voluntad, desde la base del escroto. Ese orgasmo prolongado más allá de lo aguantable es lo que hoy se celebra, o se aparenta celebrar en Santiago de Cuba, ante la anuencia o la resignación de una nación descojonada.
El comentario además de bien escrito, refleja ese cuota de poder que tienen muchas gente, cuando se les concede y el uso arbitrario del mismo. La imagen de tan bien reflejada me recuerda mi epóca de universidad, con algunos bedeles oasaba igual. Lo que yo llamo su minuto de gloria
ResponderEliminarCobas
Ah, los bedeles! Solo que en Cuba les llamábamos "conserjes", ¿no?
ResponderEliminar'La revolución castrista, aquel carnaval que dio inicio con un desfile de carrozas blindadas y estrellitas barbudas, fue la experiencia colectiva de poder más intensa que hemos vivido los cubanos'
ResponderEliminar-tremenda estructura. la edad te esta mejorando. otros se depauperan. felicidades.
no conozco mucho el lugar pero cuando decida viajar a Cartagena voy a presenciar algunas de estas marchas para ver como se comporta la sociedad. para conocer un lugar hay que observar todo.
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