Ya nos contarán las noticias lo que ha sucedido en Cuba tras la muerte de Fidel Castro. A mí me ocupa lo que ocurre conmigo, que viví allí 24 años y he vivido afuera otros tantos. En los medios de prensa alternan los esbozos biográficos del “comandante en jefe” y “líder de los cubanos” con los del “déspota” y el “sátrapa”, se habla de justicia social y dictadura comunista, de David y Goliat, de cierto enero de júbilo y de cierto octubre de pánico, de logros y debacles, de absoluciones y disoluciones; y abundan los gestos patéticos a modo de ilustración de nociones encontradas y no menos patéticas. Miami y su fiesta, La Habana y su mutismo, las lágrimas de alivio de la abuelita exiliada y los sollozos contenidos de abuelito miliciano, las condenas de derecha y las loas de izquierda, las condolencias diplomáticas, cripto-afectuosas o esquivas, las ilusiones y desilusiones públicas de los intelectuales, la fe inquebrantable de los periodistas. Todo esto se presta para hilvanar una trama, contar historias, la Historia. En el teléfono, entre amigos, bromeamos sobre el evento y descorchamos la botella que un día nos prometimos llegado su San Martín, aunque sin mucha convicción. Comprobamos la distancia que nos separa de esta gente y su fiesta, de aquella gente y su mutismo. Ser cubano, antes tan fácil, resulta ahora una elección que exige esfuerzo y omisiones demasiado onerosas.
Supongo que tantos años viviendo lejos de la isla y sin regresar a ella me han pasado factura, que ya he ingresado al limbo de los “cubanos de origen”, como aquellos compatriotas que me encontré al llegar a aquí a fines de los noventa y que llevaban varias décadas izando nuestra bandera cada 10 de octubre, reafirmando su compromiso con la libertad de la patria mientras la conversación derivaba hacia el alcalde, la nieve o el pitcher de los Red Sox. A lo mejor los años pesan más que la distancia y este carácter fantasmal que hoy toma Cuba para mí sea el aumento relativo de los difuntos en mi vida, casi todos cubanos. El pasado va adquiriendo demasiado relieve y espacio en mi biografía. Lo que quiero decir es que me alegro por su muerte pero no siento alegría, brindo por Cuba sin su estorbo pero no brindo por Cuba, porque aunque me suena el nombre, no consigo ubicarla. Sucede que no la veo. Sucede que apenas la siento. No consigo molestarme con las imágenes pueriles de las lloronas militantes en La Colina de los tontos ni me conmueven los selfies de los artistas disidentes. Que me perdonen los cubanos, pero no veo su futuro, ni siquiera su presente.
Por más de medio siglo Fidel Castro fue Cuba, reemplazó a los cubanos en las decisiones últimas sobre todo lo esencial en el destino del país. Esa aldea achacosa, improvisada, autoritaria, poblada de estadísticas y despoblada de sustancia, mendicante, demandante, atorrante, con exabruptos santurrones y entendimientos de bacán, llena de sí y de poco más, es su imagen más fiel. “Fidel Castro soy yo”, gritan y hacen gritar los tontos de La Colina. Y Fidel Castro está muerto. El proyecto nacional hoy se limita al esfuerzo corporativo de los diádocos que se reparten las conquistas de Fidel Alejandro. Ya no se trata de Cuba, ni siquiera del gobierno, sino más bien de las casitas, las gerencias y franquicias de las fuerzas armadas, la tranquilidad ciudadana con fachada socialista en el socialismo facha. Ahora se trata de garantizar el futuro de la inversión verdeolivo interesando al capital extranjero y al know how extranjero y a la mayor y más antigua democracia extranjera en Castro Bros S.A. La transición será una oferta pública de lo que queda de esa suciedad anónima en los mercados de valores, sobre todo en Nueva York. ¡Cómo delira esta gente con la inversión americana! Y casi la han obtenido a fuerza de… simpatías. Thanks, Obama! Con Donald Trump, que entiende más de casinos y negocios de esa laya, tal vez lo tengan más difícil. No me extrañaría que pase y compre a precio de remate el legado de Fidel.
De la república aquella en que vivieron mis abuelos queda apenas una música. Solo en ella consigo ser cubano y ser feliz.
Jorge Salcedo
Cambridge
Noviembre 28, 2016
Supongo que tantos años viviendo lejos de la isla y sin regresar a ella me han pasado factura, que ya he ingresado al limbo de los “cubanos de origen”, como aquellos compatriotas que me encontré al llegar a aquí a fines de los noventa y que llevaban varias décadas izando nuestra bandera cada 10 de octubre, reafirmando su compromiso con la libertad de la patria mientras la conversación derivaba hacia el alcalde, la nieve o el pitcher de los Red Sox. A lo mejor los años pesan más que la distancia y este carácter fantasmal que hoy toma Cuba para mí sea el aumento relativo de los difuntos en mi vida, casi todos cubanos. El pasado va adquiriendo demasiado relieve y espacio en mi biografía. Lo que quiero decir es que me alegro por su muerte pero no siento alegría, brindo por Cuba sin su estorbo pero no brindo por Cuba, porque aunque me suena el nombre, no consigo ubicarla. Sucede que no la veo. Sucede que apenas la siento. No consigo molestarme con las imágenes pueriles de las lloronas militantes en La Colina de los tontos ni me conmueven los selfies de los artistas disidentes. Que me perdonen los cubanos, pero no veo su futuro, ni siquiera su presente.
Por más de medio siglo Fidel Castro fue Cuba, reemplazó a los cubanos en las decisiones últimas sobre todo lo esencial en el destino del país. Esa aldea achacosa, improvisada, autoritaria, poblada de estadísticas y despoblada de sustancia, mendicante, demandante, atorrante, con exabruptos santurrones y entendimientos de bacán, llena de sí y de poco más, es su imagen más fiel. “Fidel Castro soy yo”, gritan y hacen gritar los tontos de La Colina. Y Fidel Castro está muerto. El proyecto nacional hoy se limita al esfuerzo corporativo de los diádocos que se reparten las conquistas de Fidel Alejandro. Ya no se trata de Cuba, ni siquiera del gobierno, sino más bien de las casitas, las gerencias y franquicias de las fuerzas armadas, la tranquilidad ciudadana con fachada socialista en el socialismo facha. Ahora se trata de garantizar el futuro de la inversión verdeolivo interesando al capital extranjero y al know how extranjero y a la mayor y más antigua democracia extranjera en Castro Bros S.A. La transición será una oferta pública de lo que queda de esa suciedad anónima en los mercados de valores, sobre todo en Nueva York. ¡Cómo delira esta gente con la inversión americana! Y casi la han obtenido a fuerza de… simpatías. Thanks, Obama! Con Donald Trump, que entiende más de casinos y negocios de esa laya, tal vez lo tengan más difícil. No me extrañaría que pase y compre a precio de remate el legado de Fidel.
De la república aquella en que vivieron mis abuelos queda apenas una música. Solo en ella consigo ser cubano y ser feliz.
Jorge Salcedo
Cambridge
Noviembre 28, 2016
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