28 de abril de 2009

En donde el hombre del hombre es hermano

Arriba los pobres del mundo,
de pie los esclavos sin pan,
y gritemos todos unidos:
¡Viva la Internacional!
Himno de la Internacional Socialista

Cuarto grado. Y recuerdo cuatro cosas
dispares. Una, la Makarenko
—aquella joven maestra
improvisada por las estadísticas—
que cruzaba las piernas peludas con cerquillo
marcado más abajo de su falda bermudas
en la clase de ciencias naturales.
El pulcro y decente Caridad Rojas,
quizás el único maestro de la escuela,
negro, ambiguo de nombre
para aquel ignorante que era yo,
prefigurando a Salvador Redonet,
negro, ambiguo de nombre
para aquel ignorante malherido
que fue de mí, al saludar la adultez.
Edgar, mi compañero de fugas escolares,
repartiéndose conmigo las muchachas del aula:
Sandrita para ti, para mí Carmen Rosa,
y un día el comentario extraoficial
de que se había marchado, por qué, sin despedirse.
Carmen Rosa, diciéndome que mejor andar sola
que mal acompañada. La recuerdo después,
cuando camino a la universidad
me la encontraba en el supermercado,
trabajando en la caja contadora,
más sola que la caja contadora,
o en la parada que hay frente al supermercado
donde, sola, esperaba no sé qué
y yo sentía vergüenza, lástima y no sé qué.
Y la Internacional, después de almuerzo,
en tardes doctrinales —la sombra de los mangos
entraba al aula por las altas ventanas—
transportándome al reino de los justos
en donde el hombre del hombre es hermano
y en donde cesa la desigualdad.
¡Oh camaradería y ensueño de cantata
de aquellos escolares en la casa expropiada
a algún pequeño diablo del imperio burgués!

He cantado en las aulas de mi infancia
y he entrevisto el paraíso entre las notas del himno
como solo puede un niño entrever el paraíso.
Y me he dado una ducha de mares y de lagos,
de distancia y camino, de trabajo menudo,
y puedo ver mi infancia con ternura,
el horror, con ternura,
la estafa de mi vida, con ternura.
Y agrego una vez más que el despertar no ha sido
para la rabia y la acritud
—la rabia y la acritud fueron el despertar—,
sino para la paz y la sonrisa
dada al sobreviviente, a ambas orillas del dolor,
dada a aquellos muchachos, como una contraseña
de que el juego, ahora sí, se pone interesante.

3 comentarios:

Ley Martinez, de Cero Circunloquios dijo...

...recuento compartido, similitud existencial que percibo, revivo.
genial Salcedo.

Jorge Salcedo dijo...

Gracias, Ley. Es todo sobre la infancia. Quizás la infancia es nuestro common ground.

Verónica dijo...

Salcedo, recién descubro lo que escribe, y me parece muy bueno lo que he leído en su blog. Este poema emociona.
Saludos, realmente bien impresionada,
Verónica