4 de diciembre de 2016

Mitos de la Antigua Cuba

En la mitología de la Antigua Cuba, a Fidel Castro, el dios de la Revolución, se lo representa como un joven guerrero empuñando un fusil de mira telescópica, saltando de un tanque de guerra o avanzando sobre la tribuna, la diestra en alto, el índice extendido, conduciendo, instruyendo o amonestando a los cubanos. 

En el reino vegetal, se lo asocia con el caguairán, árbol autóctono, de madera muy recia; también con el cocotero, el marabú y la guayaba. Entre los animales, se le consagran el caballo, las vacas ubérrimas, el cerdo, la rata y los tiburones. Se lo invoca popularmente con los números 1, 13, 26 y 59; aunque su cifras secretas son el cero y el infinito. También el número 8. Sus colores distintivos son el rojo, el negro, el verde y el verde oliva, generalmente combinados en pares alternos: rojo y negro, verde y rojo.

Fidel aparece en varios cultos universitarios como una encarnación de la Justicia Social, la Revolución Socialista, la Revolución y la Soberanía de los Pueblos. La doble asociación con la Revolución Socialista y la Revolución a secas probablemente se deba a la contaminación mitológica del culto fidelista con otros cultos anteriores o contemporáneos al suyo que, al igual que el cristianismo, el comunismo y el fascismo, influyeron decisivamente en la religiosidad latinoamericana. 

En algunas tradiciones tropicales y subtropicales, Fidel aparece como alegoría de nociones abstractas del siglo XX tardío, principalmente del Tercermundismo y la No-Alineación (o No-Alimentación, dependiendo de la fuente), que no tuvieron continuidad.

De sus relaciones con Mirta, Natalia y Dalia, nacieron sus hijos mortales. De sus relaciones con Hatuey, Céspedes, Maceo y Martí, nacieron los cubanos. De sus relaciones con la prensa, nació la Revolución. También se le atribuye la paternidad de Daniel, Hugo, Dilma, Evo, Cristina, Rafael y otros dioses menores de la Gran Amazonía.

Innumerables leyendas y episodios bélicos dan cuenta de la astucia y valentía de Fidel, rasgos que algunos historiadores, sobre todo los más jóvenes, reclaman también para la figura histórica. En batalla desigual, Fidel destronó al tirano Batista, erradicó las plagas de analfabetismo, cerdos y vacas que asolaban los campos de Cuba, y las de prostitución y edificios, que asolaban sus ciudades. Pero su hazaña mayor fue la expulsión de los yanquis. Los “yanquis” fue el sobrenombre que Fidel dio a los súbditos y asociados del Imperio, su principal enemigo. Fidel enfrentó y derrotó a los yanquis en todos los rincones del mundo —el Caribe, Centro América, las selvas asiáticas y africanas, el Medio Oriente, los Andes, Hollywood y Naciones Unidas. También frustró sus más de seiscientos intentos por recuperar las empresas que les había confiscado.

Mención aparte merecen los incesantes y peculiares enfrentamientos de Fidel con los gusanos —un caso mitológico único—, pues él vivía obsesionado con esta plaga que brotaba de las húmedas interioridades del trópico. Fidel derrotó a los gusanos en tantas ocasiones y de tan diversos modos que aquella guerra, en un comienzo cruenta y riesgosa, se convirtió con el tiempo en una fastidiosa rutina. Las invariables y contundentes victorias de Fidel contra Batista, el Imperio y los gusanos le ganaron el epíteto de “Nuestro Invicto Comandante en Jefe”, y su culto se extendió a todos los rincones del mundo.

Fidel tenía el don de la locuacidad y el poder de la magia. Su magnetismo era tan fuerte que perturbaba las telecomunicaciones, la órbita de los satélites y la estabilidad del planeta. Le bastaba un discurso para aniquilar ciudades, borrar industrias, tradiciones artísticas y periodos históricos, con todos sus eventos y personajes célebres incluidos. También hacía aparecer y desaparecer a Cuba, in situ o en otras partes, por lo que muchos estudiosos insisten en considerar a ese país como un atributo suyo. La hipótesis no es descabellada. En las excavaciones realizadas en los estratos rocosos de la isla que corresponderían a la dinastía castrista, se han encontrado restos de fortificaciones españolas adornadas con plomo, carrocerías inmaculadas de autos americanos, fusibles gigantescos de televisores URSS, pero ninguna evidencia material de los cubanos.

A Fidel se le atribuyen los milagros de la educación y la salud gratuitas, la mortalidad infantil negativa, la apertura de las aguas del Golfo y el generoso desvío de las tormentas tropicales hacia su propio territorio—para evitar víctimas en los países más pobres, todos bajo su protección. En Haití se le considera un dios fuerte y se le guarda el mayor respeto.

Cuenta la leyenda que, al morir, Fidel Castro tenía 900 años. A sus funerales asistieron todos los hombres y mujeres honrados del planeta, excepto Barack Obama. La ceremonia, multitudinaria y austera, fue organizada por Raúl Castro, su hermano, y por Bernarda Alba, una hermana de la orden franciscana social. Llevaban llorándole 33 días y sus noches cuando de súbito y a la vista de todos el cuerpo inmortal de Fidel se desprendió de su cadáver y ascendió hacia lo alto a través de un pasaje hacia lo desconocido que los allí presentes describieron entonces como una “espléndida pirámide de humo” o un “torbellino de palabras gastadas.” El cuerpo inmortal de Fidel, visible y transparente como el vapor de agua que asciende del asfalto, era la viva imagen del guerrillero glorioso que entró en La Habana c. 1960. Anonadados, aunque no sorprendidos —él los tenía acostumbrado a estas cosas— los cubanos presenciaron la ascensión de Fidel como quien ve el cumplimiento de una antigua profecía: el héroe luminoso se hacía uno con el sol, la estrella principal, la más cercana y la más cálida.

Raúl recogió las cenizas mortales de su hermano, las depositó en un cofre de caguairán, se ató el cofre a la cintura y fue arrastrándolo penosamente por los pueblos y ciudades del país hasta llegar a Santiago, en una peregrinación que duró 9 meses, seis horas y treinta y tres minutos. En el cementerio de Santa Ifigenia, tomó con sus manos desnudas las cenizas de Fidel, las mezcló con los restos mortales de Martí, y musitó para la Historia: “De aquí, ciudad de héroes, saldrán los nuevos inmortales. De aquí, ciudad gloriosa, saldrán los nuevos cubanos.” Pensó añadir un exaltado “patria o muerte: ¡venceremos!” y “¡hasta la victoria siempre!” para animar a los presentes, pero, por primera y única vez en su vida, le ganó un extraño deseo de no repetir a los otros. 

Los habitantes de la Cuba presente llevan una existencia regalada y tranquila, sin objetos, rituales ni símbolos que aludan a los mitos de la Antigua Cuba. Pero si alguien les pregunta, ellos le asegurarán de inmediato que Fidel Castro está allí, como siempre, en lo más alto, iluminando sus vidas, y que sienten su presencia todos los días del año. Especialmente en agosto, mes oficial de su culto, cuando le elevan encendidas plegarias, himnos y alabanzas.
[Publicado originalmente en Diario de Cuba.]

29 de noviembre de 2016

El sueño de un símbolo


Quiso una Cuba altiva y plenamente independiente de los Estados Unidos, del capital extranjero, de la aristocracia y burguesía locales, de los poderosos granjeros, industriales y comerciantes, de los partidos políticos, de la separación de poderes, de las iglesias, templos, asociaciones, órdenes y escuelas religiosas, de los sindicatos de campesinos y obreros, de los medios de enseñanza privados, de las imprentas, emisoras, canales, galerías, teatros y editoriales privados, de todas las empresas privadas, de los gremios y asociaciones profesionales autónomos, de las organizaciones de derechos humanos, de la prensa independiente, de los intelectuales críticos, de los artistas irreverentes; una Cuba completa y minuciosamente dependiente de él. Y lo logró. 

En Estados Unidos, Latinoamérica y Europa, la izquierda lo llora.

La muerte de Fidel Castro y el remate de Cuba

Ya nos contarán las noticias lo que ha sucedido en Cuba tras la muerte de Fidel Castro. A mí me ocupa lo que ocurre conmigo, que viví allí 24 años y he vivido afuera otros tantos. En los medios de prensa alternan los esbozos biográficos del “comandante en jefe” y “líder de los cubanos” con los del “déspota” y el “sátrapa”, se habla de justicia social y dictadura comunista, de David y Goliat, de cierto enero de júbilo y de cierto octubre de pánico, de logros y debacles, de absoluciones y disoluciones; y abundan los gestos patéticos a modo de ilustración de nociones encontradas y no menos patéticas. Miami y su fiesta, La Habana y su mutismo, las lágrimas de alivio de la abuelita exiliada y los sollozos contenidos de abuelito miliciano, las condenas de derecha y las loas de izquierda, las condolencias diplomáticas, cripto-afectuosas o esquivas, las ilusiones y desilusiones públicas de los intelectuales, la fe inquebrantable de los periodistas. Todo esto se presta para hilvanar una trama, contar historias, la Historia. En el teléfono, entre amigos, bromeamos sobre el evento y descorchamos la botella que un día nos prometimos llegado su San Martín, aunque sin mucha convicción. Comprobamos la distancia que nos separa de esta gente y su fiesta, de aquella gente y su mutismo. Ser cubano, antes tan fácil, resulta ahora una elección que exige esfuerzo y omisiones demasiado onerosas. 

Supongo que tantos años viviendo lejos de la isla y sin regresar a ella me han pasado factura, que ya he ingresado al limbo de los “cubanos de origen”, como aquellos compatriotas que me encontré al llegar a aquí a fines de los noventa y que llevaban varias décadas izando nuestra bandera cada 10 de octubre, reafirmando su compromiso con la libertad de la patria mientras la conversación derivaba hacia el alcalde, la nieve o el pitcher de los Red Sox. A lo mejor los años pesan más que la distancia y este carácter fantasmal que hoy toma Cuba para mí sea el aumento relativo de los difuntos en mi vida, casi todos cubanos. El pasado va adquiriendo demasiado relieve y espacio en mi biografía. Lo que quiero decir es que me alegro por su muerte pero no siento alegría, brindo por Cuba sin su estorbo pero no brindo por Cuba, porque aunque me suena el nombre, no consigo ubicarla. Sucede que no la veo. Sucede que apenas la siento. No consigo molestarme con las imágenes pueriles de las lloronas militantes en La Colina de los tontos ni me conmueven los selfies de los artistas disidentes. Que me perdonen los cubanos, pero no veo su futuro, ni siquiera su presente. 

Por más de medio siglo Fidel Castro fue Cuba, reemplazó a los cubanos en las decisiones últimas sobre todo lo esencial en el destino del país. Esa aldea achacosa, improvisada, autoritaria, poblada de estadísticas y despoblada de sustancia, mendicante, demandante, atorrante, con exabruptos santurrones y entendimientos de bacán, llena de sí y de poco más, es su imagen más fiel. “Fidel Castro soy yo”, gritan y hacen gritar los tontos de La Colina. Y Fidel Castro está muerto. El proyecto nacional hoy se limita al esfuerzo corporativo de los diádocos que se reparten las conquistas de Fidel Alejandro. Ya no se trata de Cuba, ni siquiera del gobierno, sino más bien de las casitas, las gerencias y franquicias de las fuerzas armadas, la tranquilidad ciudadana con fachada socialista en el socialismo facha. Ahora se trata de garantizar el futuro de la inversión verdeolivo interesando al capital extranjero y al know how extranjero y a la mayor y más antigua democracia extranjera en Castro Bros S.A. La transición será una oferta pública de lo que queda de esa suciedad anónima en los mercados de valores, sobre todo en Nueva York. ¡Cómo delira esta gente con la inversión americana! Y casi la han obtenido a fuerza de… simpatías. Thanks, Obama! Con Donald Trump, que entiende más de casinos y negocios de esa laya, tal vez lo tengan más difícil. No me extrañaría que pase y compre a precio de remate el legado de Fidel. 

De la república aquella en que vivieron mis abuelos queda apenas una música. Solo en ella consigo ser cubano y ser feliz.

Jorge Salcedo
Cambridge

Noviembre 28, 2016

24 de noviembre de 2015

Las ratas de Joseph Goebbels que adoptó Santiago Álvarez

Álvarez “copió y pegó” en el minuto 0:45 de La marcha del pueblo combatiente el segmento de las ratas que aparece a partir del minuto 16:54 en el documental nazi El judío errante




Entre las muchas similitudes del nacional-socialismo alemán y el totalitarismo revolucionario cubano, quizás la más obvia sea la representación propagandística de los inconformes del régimen. Hablo de los inconformes en el doble sentido de no-conformidad a una norma y repudio de la norma. Los “parásitos” judíos y los “gusanos” cubanos no han sido solo los opositores del régimen, sino también aquéllos que no encajan, o no encajan del todo, en su nuevo orden social, quienes lo enfrentan, se rebelan, se apartan, se escabullen o huyen. En la estética totalitaria, la inconformidad responde a la baja naturaleza del inconforme o al orden decadente del que procede. Los inconformes son feos, desagradables, egoístas, cobardes, proclives al crimen, el comercio, las drogas, la metafísica, el juego y, por supuesto, a la traición; pertenecen a una raza inferior o a una clase culpable, son su hechura o su instrumento, su producto o subproducto. Parásitos y gusanos tienen menos en común con los demás miembros de la sociedad que con la fauna intestinal y las regiones del subsuelo, aunque sean una fauna y un subsuelo concebidos por la demonología. No son parte del cuerpo social, sino una lacra o una plaga que hay que exterminar o expulsar. La representación del judío como plaga de Alemania alcanza su más burda literalidad en El Judío Errante ((Der Ewige Jude), un documental dirigido por Fritz Hippler, pero encargado y supervisado estrictamente por Joseph Goebbels. Producido en 1940, Der Ewige Jude es una apología del Holocausto aprobada para todas las edades y precede por un año a la Solución Final. Muchas de sus escenas son tomas de los judíos en el ghetto de Varsovia, víctimas reales del exterminio nazi escarnecidas para el cine y la historia como lo más desgranado de la prole de Caín. Físicamente deformes, desaliñados y sucios, aquí aparecen los judíos del ghetto "en su verdadera naturaleza", nos dicen, trapicheando en el mercado desde la más tierna edad, entregados a la usura, el engaño, regateando y riñendo por su mercadería, fanatizados por una religión que proclama el egoísmo de cada judío como una ley divina, dispuestos a explotar cada país que los acoge, pues los judíos no producen nada, no hay entre ellos campesinos ni obreros, solamente mercachifles, aprovechados y parásitos. Aquí nos enteramos también de que los judíos, que representaban apenas el 1% de la población mundial en 1933, eran responsables ya del 34% del tráfico de drogas, del 47% de los robos y de los juegos de apuestas, del 82% del crimen organizado internacional y del 98% del negocio de la prostitución; datos que aclaran concluyentemente el origen nazi de la demostración por la estadística. Contrastando con la penosa apariencia de la judería, Hippler—o Goebbels—nos muestran los rostros jóvenes y hermosos de los pura raza arios, idealistas e industriosos, verdaderos alemanes que se incorporan al trabajo, el estudio y la defensa del país en sus pulcros uniformes, organizados y sonrientes, portando los brazaletes y las insignias de la nueva nación. La letanía antisemita es mucho más extensa y espesa y solo les he contado el comienzo, lo “mejor” viene después, pero tienen que verlo, si les interesa. He mencionado el documental porque ayer, mientras leía una entrevista con Osvaldo Rodríguez a propósito de la “Marcha del pueblo combatiente”, me encontré uno de aquellos noticieros del ICAIC que dirigía Santiago Álvarez y que proyectaban siempre antes de las películas en los cines cubanos de la época. El documental lleva el mismo título que la canción de Rodríguez y muestra la parte más presentable de aquellos desfiles y actos de repudio que el gobierno cubano organizó para amedrentar y castigar a las decenas de miles de personas que intentaban dejar el país por la Embajada del Perú y por el puerto del Mariel en 1980. No me ha asombró encontrar en el documental de Álvarez los mismos tópicos y procedimientos binarios de la estética nazi, porque hace años me advirtieron de ello y había podido comprobarlo, pero sí me sorprendió encontrar una escena de Der Ewige Jude insertada verbatim en “La Marcha del Pueblo Combatiente”. Con la tecnología de edición de 1980, Álvarez copió y pegó en el minuto 0:45 de su documental el segmento de las ratas que aparece a partir del minuto 16:54 en el documental nazi. En Der Ewige Jude, las ratas aparecen tras una infografía que traza un paralelo entre la propagación de la “plaga” judía y la plaga de roedores por Europa y el mundo; en el documental cubano, las ratas preceden la escena de los refugiados cubanos desconcertados y hacinados en la embajada del Perú. No son unas ratas, sino las mismas ratas, el mismo metraje fílmico, la misma escena copiada del documental alemán. No estamos hablando ya de afinidades ideológica y estéticas, sino de un plagio que revela hasta qué punto el gobierno cubano ha sido deliberado en su copia del nazismo. Quizá convenga señalarlo, ahora que soplan desde Cuba vientos de crisis migratoria y el pueblo de aquellas marchas, de tantas y tantas marchas, tiene cierto acceso a YouTube.

1 de enero de 2014

El poder de los cubanos y el ascensor de Artes y Letras

Agentes del régimen castrista tocándose los genitales durante un acto de repudio contra las Damas de Blanco en Colón, Matanzas el pasado 15 de diciembre. Crédito: Iván Hernández Carrillo.
El caciquismo es una plaga en la cultura nacional. No está de más recordárnoslo este 1ro. de enero y cada 1ro. de enero. Aún en sus más modestos trámites, el ejercicio de la autoridad parece siempre entre nosotros una modalidad del abuso. En la cuadra, la escuela, la tienda, el centro laboral, quién no ha observado cómo se hacen “respetar” los cubanos apenas se ven investidos con alguna autoridad. A mi amigo y profesor Salvador Redonet le divertía el fenómeno y me lo señalaba a menudo, sobre todo cada vez que coincidíamos en el ascensor de la facultad de Artes y Letras. A fines de los años ochenta, nadie estaba autorizado a operar aquel ascensor, excepto la ascensorista, quien nos obligaba a esperar un tiempo largo, imprevisible, antes de despegar. Quizás aquella señora cumplía reglas precisas y de una lógica impecable, pero la impresión que nos daba era más bien la opuesta: el ascensor se movía cuando a ella le daba la gana. Redonet sostenía que concederle autoridad a alguien sobre una puerta, una cátedra, un ascensor o un país, conducía invariablemente a convertirlo en el déspota de la puerta, la cátedra, el ascensor o el país, independientemente de sus cualidades personales. No sé si ésta era su forma de aplicar el marxismo a los bretes de oficina, entendiendo que la base del cargo determinaba la superestructura del “daño” —según entiende este concepto la escuela de Buena Vista— o si aquello era un modo retorcido y muy suyo de disculpar el despotismo. Contemplando a la ascensorista, yo fantaseaba con la posibilidad de someter su ejercicio a un horario, intervalo, número de pasajeros o cualquier otra medida objetiva que redujera su margen de discreción, pero no se me escapaba que semejante medida hubiese significado una afrenta muy seria a la dignidad de su cargo, su autoridad y su persona. No había razón, por demás, para tomarla con ella. La ascensorista ejercía su modesta autoridad de acuerdo al modelo imperante, del mismo modo que el ministro, el bodeguero, el taxista, la maestra o la editora. Lo cierto es que aquella hipótesis de Salvador Redonet y la parsimonia bovina de la ascensorista, redoblada ante el atisbo de la más mínima impaciencia, sembraron en mí la sospecha de que el poder solo es poder cuando se ejerce de un modo arbitrario e injusto. Cumplir o hacer cumplir leyes, reglamentos, acuerdos, normas jurídicas o éticas, no son actos de poder. Mandar, cumpliendo un mandato, es obedecer, no mandar. El poder como prurito, como gozo, a la cubana, se experimenta al revés, en la ruptura de las normas; es un rapto telúrico de la voluntad que se afirma y se confirma quebrando cualquier límite ajeno a su propia intensidad. No se siente el poder dictando sentencias justas, dando una nota merecida, reconociendo derechos o méritos bien ganados, sino metiéndole el pie a alguien, arrebatándole lo suyo, torciéndole el brazo, borrándolo a pesar de la justicia, los derechos, los méritos. Esta es, entre nosotros, la medida del poder. La revolución castrista, aquel carnaval que dio inicio con un desfile de carrozas blindadas y estrellitas barbudas, fue la experiencia colectiva de poder más intensa que hemos vivido los cubanos. Las teorías y coartadas que intentan dar cuenta de ella, a menudo se olvidan de explicar el placer, el paroxismo de la gente que iba arrollando en esa fiesta de los bajos instintos, cuyos reflejos aún asoman, bastante tenues ya, por cierto, en los actos de repudio. Quienes bailaron y gozaron con la Revolución, quienes la vivieron de veras, lo hicieron arrebatados por el verbo, las imágenes y los gestos del líder, identificados con él y experimentando con él el placer de hacer en Cuba su ilimitada voluntad, desde la base del escroto. Ese orgasmo prolongado más allá de lo aguantable es lo que hoy se celebra, o se aparenta celebrar en Santiago de Cuba, ante la anuencia o la resignación de una nación descojonada.

26 de diciembre de 2013

¡Y no se cayó el socialismo!



En el año 2020 le escucharemos al economista cubano Juan Triana Cordoví dirigirse al MININT en los siguientes términos: “Dejamos a los cubanos usar moneda convertible, entrar a los hoteles, viajar al exterior, trabajar por cuenta propia, vender casas y carros, tener celulares, computadoras, internet de banda ancha en sus casas, invertir en todos los sectores de la economía, expresarse y asociarse libremente, emplear y emplearse sin intermediarios ni límites, formar empresas, sindicatos, partidos, elegir a todos sus representantes políticos en elecciones libres… ¡y no se cayó el socialismo!

9 de diciembre de 2013

Rita, Graciela y el orgasmo en la música cubana

Leyendo el blog de Enrisco me encuentro un video de Rita Montaner interpretando Ay, José y me pregunto qué lugar tendrá esa actuación en la representación del orgasmo en la música popular cubana. O en la música a secas. Me recuerda a Graciela Pérez cantando aquel Sí sí no no que estrenara con tanto éxito con la orquesta de Machito en 1955. Sí sí no no ya la interpretaba el camagüeyano Orlando “Cascarita” Guerra con la Orquesta Casino de la Playa a finales de los años cuarenta. La canción es de Rafael Blanco Suazo y en el repertorio de la Orquesta Casino de la Playa se titula Esto es lo último, aunque por alguna parte leí que su título original era “Mi cerebro” —léase “mi coco”. La interpretación de “Cascarita” anuncia ya, sin dudas, lo de Rita y Graciela, pero no alcanza todavía la atmósfera erótica de esos gemidos, suspiros, quejidos, mimos y arrebatos sensuales que musicalizan tan bien las dos señoras habaneras—de Guanabacoa una, de Jesús María la otra. He encontrado la versión de Ay, José que hace Graciela con Machito y también la incluyo aquí. Fíjense que en esas interpretaciones no se trata solo del doble sentido de las letras, que seguramente se confunde con los orígenes de la canción cubana y siempre la acompaña —todas las canciones cubanas hablan de sexo o comida— y mucho menos de la forma de bailar esa música. Lo que tenemos aquí es la musicalización de la exaltación sexual femenina en sus más reconocibles cadencias y sonoridades, no una réplica sonora o simulación gestual de la cosa en sí. Pienso ahora que el enigmático gruñido de Pérez Prado es la respuesta perfecta, concentrada y varonil, a la llamada musical de estas hembras. Una erupción, un clímax, un parteaguas en la partitura del mambo. Según el propio Pérez Prado, el primero de esos gritos se le escapó en la grabación de una guaracha titulada “Vayan comiendo” —de comida— que hacía con “Cascarita” —el mismo “Cascarita”. Al escuchar la débil entrada de las trompetas el "cara 'e foca” dio un salto y gritó: “¡Duro!” El grito salió en la grabación y a Pérez Prado le gustó, por lo que decidió adoptarlo, modificándolo en esa exclamación ininteligible y visceral que ya ustedes conocen y que ahora pueden traducir por “¡Duro!” Así entran, duro, las trompetas y todo encaja en esta historia. Pero volviendo al principio, la interpretación de Rita Montaner en esa película mexicana de 1951 es la evidencia más antigua que conozco de la vocalización inequívoca de la excitación sexual en la música popular. Es probable que la propia Rita ya hubiese cantado eso antes y es muy probable, como sugiere Enrique, que el encanto que ejerciera sobre nuestros abuelos tuviera algo que ver con ese tipo de interpretaciones. Fíjense si no en la sonrisa de éxtasis de los miembros masculinos de la banda acompañante en el clip de más abajo. En fin, que sigo preguntándome cuándo fue que comenzó el atrevimiento ese de venirse en escena, musicalmente hablando. Lo que sí es obvio es que Ay, José y Sí sí no no son muy anteriores a Je t'aime moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin (1969) y a Love To Love You, Baby, de Donna Summer (1975), las piezas más conocidas del “género” orgásmico. Aquí van todos juntos, por orden de antigüedad. Dios los cría y mi blog los acoge.

Esto es lo último, Orlando “Cascarita” Guerra con la Orquesta Casino de la Playa, c. 1945. Vayan al minuto 29:41.


Rita Montaner interpretando Ay, José en Víctimas del pecado (1951), una película mexicana dirigida por Emilio Fernández. No se pierdan la cara de los percusionistas.


Graciela Pérez con la Orquesta de Machito, cantando lo mismo que Rita.


Graciela en Sí sí no no, con la orquesta de Machito, c. 1955. ¡A correr!


Graciela, en el 2003, conversando con unos estudiantes de Williams College sobre Sí sí no no, Ay, José y su forma de interpretar estos números. “Decían que era malo”.


Pérez Prado, Mambo #5.


Je t'aime moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, grabada en 1969.


Y si todavía tienen ganas, 17 minutos con Donna Summer. Love To Love You, Baby (1975).

17 de noviembre de 2013

Pueblo, esa mala palabra


La furia de los conversos y la vehemencia de los recién llegados pueden hacerme detestar mis más antiguas preferencias. Debo contener ese impulso con cada nueva oleada de opositores cubanos que toca esta ribera, aventados por la historia, amontonados por la geografía. ¡Qué de barcos, qué de barcos! ¡Qué de negros, qué de negros! Eso de llamarles “negros” a los recién llegados es ocurrencia de Nicolás Guillén, nuestro poeta de lo nacional. Pero ya apenas quedan negros en Cuba, según el último censo. Ahora todos somos barcos.

Similar al encono de los nuevos creyentes es el despecho de aquéllos que alguna vez nos amaron. Nadie nos odia con tanta devoción y acedía, nadie nos ignora con tanta meticulosidad. Pero mejor no entrar ahí. Aquí hablo apenas del desengaño político, del despecho de aquéllos que se entregaron a un líder, una causa, una idea en su más tierna edad y ahora reniegan de todo lo que pueda recordárselos. La verdad es que ni siquiera es necesario haber amado, basta haber crecido allí, en un cuarto modesto contiguo a la utopía, adormecidos al arrullo de la nana social o presionados a escucharla, tararearla, pestañearla, saborearla a toda hora.

A quienes tuvimos la desdicha de nacer y crecer durante los diez primeros quinquenios grises del castrismo, nada nos lo evoca tanto como la palabra  “pueblo”. Y con razón. Hace algún tiempo me entretuve en colocar en Wordle los discursos de Fidel Castro y pude comprobar visualmente la preeminencia del vocablo. "Pueblo" es un concepto central en la demagogia castrista y esa centralidad solo puede disputársela la inefable “Revolución”. Revolución, Pueblo, Cuba, País, Patria, Partido, en boca de Fidel Castro, son seudónimos de él mismo y de ahí proviene seguramente la alergia que nos producen.

Pero el uso demagógico de éste o aquel vocablo no debe hacernos creer que carecen de sentido o son, necesariamente, material exclusivo de demagogos. Creer que existen palabras demagógicas es tan inocente como creer que existen palabras poéticas. Si demandamos que los políticos renuncien a todas las palabras usadas por los demagogos, los condenamos al silencio. 
Existe el pueblo, por supuesto que existe. Y no hay ningún problema en llamar pueblo al conjunto de individuos que comparten vigencias sociales plenas y un repertorio común de experiencias colectivas con continuidad histórica. Claro que el término ha sido manipulado mil veces con criterios raciales, clasistas, ideológicos, para excluir a unos y azuzar a otros; claro que en nombre del pueblo se han cometido mil crímenes—ni más ni menos que en nombre de Dios, la justicia, la paz, la libertad, la patria y la virginidad de María. Ciertas nociones como “pueblo elegido” o “pueblo excepcional” y sus contrapartidas: pueblos prescindibles y enfermos, siempre serán peligrosas. Pero de poco vale renegar del vocablo y parlotear sin sentido con el sagrado arrebato de los “conductores de pueblos”, gente de lo más exaltada y de las más palabreras. Hablemos claro y sin complejos ni histerias cuando hablemos del pueblo, aunque sea para distinguirnos de los charlatanes de pueblo.

Gráfico: Representación visual del discurso de Fidel Castro el 1ro de enero de 1959. El tamaño de las palabras es directamente proporcional a su frecuencia.

13 de noviembre de 2013

Alguien tiene que decirlo

Ni religión secular totalitaria ni oposición divinamente inspirada. El voto de Dios no cuenta. Además, no existe.

Pedir solución civilista y revuelta popular, transición pacífica y cero diálogo con el gobierno es de esquizofrénicos.

Revoluciones y revueltas crean vacíos de poder que alguien tiene que llenar. Cuba, 1933 o 1959. ¿Necesitamos algo así?

Un proyecto de transición no es cualquier cosa que se presente como tal. Una campaña política no dura diez años. 

La fragmentación de la oposición es fragmentación, no otra cosa. La culpa es de los egos. Se los digo YO. 

El castrismo tiene una estrategia de cambio y una estructura organizativa. La oposición y el exilio carecemos de ambas cosas.

El cambio político en Cuba no va a llegar de carambola. 

A los opositores y activistas políticos hay que juzgarlos por lo que logran, no por lo que intentan. Por lo que logran en materia de libertades y derechos.

Las dinastías de la oposición son tan feas como las del gobierno.

La democratización de Cuba va a costar —ya ha costado— sangre, sudor y lágrimas. Pero no hay que planteársela necesariamente como una guerra.

5 de noviembre de 2013

75. John Horace Burleson

Gané el premio de ensayo en el colegio
de nuestro pueblo, y publiqué una novela
antes de los veinticinco.
Me marché a la ciudad buscando nuevos temas y pulir mi arte;
allí contraje nupcias con la hija del banquero,
luego asumí la presidencia del banco—
siempre esperando un momento de ocio
para escribir una novela épica sobre la guerra.
Mientras, fui amigo de los grandes y amante de las letras,
anfitrión de Matthew Arnold y de Emerson;
un orador de sobremesa, escribiendo ensayos
para clubes locales. Al final me trajeron aquí—
el hogar de la infancia, ustedes saben.
En Chicago, ni una mínima placa
conserva mi memoria.
Qué gloria haber escrito un verso como éste:
“¡Avanza tú, profundo, sombrío, azul Océano!”1

1. Verso de Lord Byron: “Roll on, thou deep and dark blue Ocean, roll!”

Edgar Lee Master ((1868–1950)
Spoon River Anthology, 1916
Traducción: © Jorge Salcedo